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Georg Simmel fue uno de los
grandes pensadores urbanos. No sólo por su enorme capacidad para
reconocer y explicar aquellas cosas que eran propias de la nueva vida urbana,
sino también porque fue capaz de presentarlas de manera sencilla y
penetrante. Su escenario fue el Berlín de finales del siglo XIX, una
ciudad que se asomaba cuantitativa y cualitativamente diferente a su
predecesora; lo primero, porque su extensión y población inauguraba una
escala magna que más tarde se volvería la norma; lo segundo, porque en
su esencia el habitante de las ciudades presentaba características nunca
antes vistas.
La metrópolis y la vida mental (1903), su
trabajo más importante y conocido, recoge estas preocupaciones,
ahondando especialmente en el tipo de interacciones que se despliegan
entre el individuo y la sociedad. Su hipótesis rectora propone que,
tensionado por un ritmo vertiginoso e imposible de esquivar, el urbanita
comienza a configurar un tipo de personalidad moderno, capitalista,
indiferente y reservado; un tipo de personalidad caracterizado por la
intensificación de los estímulos nerviosos. Y la mirada que propone ante
este nuevo escenario no es, como venía siendo costumbre, desde la
economía, la política o la biología, sino que desde la cultura y la
naciente psicología.
Los problemas más profundos de la vida moderna se
derivan de la demanda que antepone el individuo, con el fin de preservar
la autonomía e individualidad de su existencia, frente a las
avasalladoras fuerzas sociales que comprenden tanto la herencia
histórica, la cultura externa, como la técnica de la vida. La lucha
contra la naturaleza que el individuo ha desarrollado para su
subsistencia corporal logra, bajo esta forma moderna, una más de sus
transformaciones. El siglo XVII hizo un llamado para que el hombre se
liberara a sí mismo de todas las ataduras que parten del Estado, de la
religión, de la moral y de la economía. La naturaleza del hombre, común a
todos y originalmente buena, debe por lo tanto desarrollarse sin
obstáculos. El siglo XIX además de exigir una mayor libertad, demandó la
especialización del hombre y de su trabajo de acuerdo con criterios
funcionales; este proceso de especialización hace que cada individuo se
vuelva incomparable a otro y que cada uno de ellos se vuelva
indispensable en el mayor grado posible. Sin embargo, esta
especialización hace que cada hombre dependa más directamente de las
actividades complementarias de todos los demás.
Nietzsche considera que el desarrollo completo del
hombre está condicionado por la más brutal de las luchas; el socialismo,
por su parte, cree en la supresión de toda competencia por esta razón
precisamente. Sea como fuere, en todas las posiciones que se han
mencionado hasta ahora encontramos una misma preocupación básica: el que
la persona se resista a ser suprimida y destruida en su individualidad
por cualquier razón social, política o tecnológica. Cualquier
investigación acerca del significado interno de la vida moderna y sus
productos o, dicho sea en otras palabras, acerca del alma de la cultura,
debe buscar resolver la ecuación que las estructuras como las
metrópolis proponen entre los contenidos individuales y
supraindividuales de la vida. Tal investigación debe responder a la
pregunta de cómo la personalidad se acomoda y se ajusta a las exigencias
de la vida social. Es precisamente a esta pregunta a la que me abocaré
en este trabajo.
El tipo de individualidad propio de las metrópolis
tiene bases sociológicas que se definen en torno de la intensificación
del estímulo nervioso , que resulta del rápido e ininterrumpido
intercambio de impresiones externas e internas. Siendo el hombre un ser
diferenciante, su mente se ve estimulada por el contraste entre una
impresión momentánea y aquella que la precedió. Por otra parte, las
impresiones duraderas, las que se diferencian ligeramente la una de la
otra, así como las que al tomar un curso regular y habitual muestran
contrastes habituales y regulares, utilizan, por así decirlo, un grado
menor de conciencia que el tumulto apresurado de impresiones
inesperadas, la aglomeración de imágenes cambiantes y la tajante
discontinuidad de todo lo que capta una sola mirada; conforman este
conjunto, precisamente, las situaciones sicológicas que se obtienen en
las metrópolis. Con el cruce de cada calle, con el ritmo y diversidad de
las esferas económica, ocupacional y social, la ciudad logra un
profundo contraste con la vida aldeana y rural, por lo que se refiere a
los estímulos sensoriales de la vida síquica. La metrópoli requiere del
hombre -en cuanto criatura que discierne- una cantidad de conciencia
diferente de la que le extrae la vida rural. En esta última, tanto el
ritmo de la vida, como aquel que es propio a las imágenes sensoriales y
mentales, fluye de manera más tranquila y homogénea y más de acuerdo con
los patrones establecidos.
Ello explica, sobre todo, el carácter
intelectualista de la vida síquica en las metrópolis, en contraposición
con el de los pueblos y pequeñas ciudades, que descansa mucho más en
relaciones emocionales profundas. Estas últimas relaciones están
ancladas en las capas más profundas de la psiquis y se desarrollan más
fácilmente bajo el ritmo sostenido de los hábitos ininterrumpidos. El
intelecto, sin embargo, tiene su sede en las capas conscientes
transparentes y altas de nuestra alma; es lo más adaptable de nuestras
fuerzas interiores. El intelecto no requiere de conmociones o fuertes
choques internos para acomodarse al cambio y al contraste de fenómenos.
Por su parte, la mente más conservadora puede acomodarse al ritmo de las
metrópolis únicamente a través de este tipo de experiencias
emocionales. De esta manera, el tipo metropolitano de hombre -el cual,
claro está, existe en mil y una variantes diferentes de individuo-
desarrolla una especie de órgano protector que lo protege contra
aquellas corrientes y discrepancias de su medio que amenazan con
desubicarlo; en vez de actuar con el corazón, lo hace con el
entendimiento. En esto, su conciencia superior y el intelecto asumen la
prerrogativa por encima de los sentimientos psíquicos. Por esta razón la
vida metropolitana resulta subyacente a este estado de alerta,
consciente, así como al predominio de la inteligencia en el hombre
metropolitano. La reacción a los fenómenos metropolitanos se maneja con
esta capacidad, que resulta ser la menos sensible y la más alejada de
las profundidades de la personalidad. Estas capacidades intelectuales
propias de la vida metropolitana, desde esta perspectiva, se ven como
una forma de preservar la vida subjetiva ante el poder avasallador de la
vida urbana. Estas mismas capacidades intelectuales se ramifican en
múltiples direcciones y se integran con muchísimos fenómenos discretos.
La metrópoli siempre ha sido la sede de la economía
monetaria. Es aquí donde la multiplicidad y concentración del
intercambio económico le otorgan a los medios de intercambio una
importancia que el volumen del comercio rural no le hubiese permitido.
La economía monetaria y el predominio del intelecto están
intrínsecamente conectados. Ambos guardan una actitud casual respecto al
trato con los hombres y las cosas a tal grado que, dentro de esta
actitud, la justicia formal se califica muchas veces como dureza
injustificada. La persona intelectualmente sofisticada es indiferente a
toda forma genuina de individualidad, dado que las relaciones que
resultan de ellas no pueden ser cubiertas por las operaciones lógicas.
De la misma manera, la individualidad de los fenómenos no es
conmensurable con el principio pecuniario.
El dinero hace referencia a lo que es común a todo;
el valor de cambio reduce toda calidad e individualidad a la pregunta:
¿cuánto cuesta?
Todas las relaciones emocionales íntimas entre las
personas están fundadas en la individualidad, mientras que en las
relaciones racionales el hombre es equiparable con los números, como un
elemento, indiferente en sí mismo. Sólo los logros objetivamente
medibles resultan de interés. Es así como el hombre metropolitano juzga a
sus abastecedores y a sus clientes, a sus sirvientes domésticos y,
algunas veces, aun a las personas con las que está obligado a tener
relaciones sociales. Estas características de la actitud intelectual
contrastan con la naturaleza de los pequeños círculos, en los cuales el
conocimiento inevitable de la individualidad necesariamente produce un
tono más cálido de comportamiento, mismo que está más allá de llegar a
sopesar objetivamente los servicios prestados y los recibidos, la
prestación y la contraprestación.
En la esfera de la sicología de los grupos pequeños
resulta importante considerar que, bajo condiciones primitivas, la
producción le sirve al cliente que ordena el producto, de tal manera que
el productor y el consumidor están relacionados y se conocen. La
metrópoli moderna, por su parte, está abastecida casi enteramente por
producción para el mercado; esto es, para compradores desconocidos por
completo, que nunca entran en el campo visual del productor. A través de
este anonimato los intereses de cada parte adquieren un carácter
casual, casi despiadado. Así, los intereses económicos racionalmente
calculados por cada parte, no necesitan tener modificación alguna en el
trato comercial debido a los imponderables propios de las relaciones
personales. La economía monetaria domina la metrópoli; ha desplazado las
últimas supervivencias de la producción doméstica y del trueque directo
de productos; minimiza, asimismo, la cantidad de productos hechos sobre
pedido. La actitud casual está tan obviamente interrelacionada con la
economía del dinero, dominante en la metrópoli, que nadie puede decir si
la mentalidad intelectualizante promovió a la economía monetaria o si,
por el contrario, fue esta última la que determinó la mentalidad
intelectualizante. El tipo metropolitano de vida es, ciertamente, el
suelo más fértil para esta reciprocidad entre economía y mentalidad,
mismo punto que documentaré citando el juicio del más eminente
historiador constitucionalista inglés: a través de todo el curso de la
historia inglesa, Londres nunca ha actuado como el corazón de
Inglaterra, aunque, algunas veces, haya actuado como su intelecto y
siempre como su monedero.
En algunos rasgos aparentemente insignificantes que
yacen en la superficie de la vida las mismas corrientes síquicas se
juntan. La mente moderna se ha vuelto cada vez más calculadora. La
exactitud en el cálculo que se da en la vida práctica de la economía
monetaria corresponde al ideal de la ciencia natural, a saber, la
transportación del mundo a un problema aritmético, así como a fijar cada
parte del mundo por medio de fórmulas matemáticas. Únicamente la
economía monetaria ha podido llenar tanto los días de tantas gentes con
operaciones de cálculo, peso y determinaciones numéricas, así como con
una reducción de los valores cualitativos a valores cuantitativos. A
través de la naturaleza calculadora del dinero se ha logrado que las
relaciones entre todos los elementos componentes de la vida del hombre
adquieran una nueva precisión, una certeza en la definición de las
identidades y de las diferencias; y una falta de ambigüedad en los
pactos, tratos, compromisos y contratos. Una manifestación externa de
esta tendencia hacia la precisión es la difusión universal de los
relojes de pulsera. Estas condiciones de la vida metropolitana, en
cualquier caso, son al mismo tiempo causa y efecto de este rasgo. Las
relaciones y los negocios del metropolitano típico son, usualmente, de
una índole tan variada y compleja, que, sin la más estricta de las
puntualidades en sus promesas y servicios toda la estructura se
disolvería en un caos inextricable. Pero por encima de todo dicha
necesidad está dada por la integración imperativa de un agregado muy
grande de personas con intereses diferenciados en un solo organismo
altamente complejo. Si únicamente los relojes de Berlín se
desincronizaran por tan sólo una hora, las comunicaciones, la vida
económica de la ciudad toda se derrumbaría parcialmente por algún
tiempo. Amén que un factor meramente externo, las grandes distancias,
traería como consecuencia que toda espera y toda cita rota resultasen
inaudita e insoportable pérdida de tiempo. De esta forma la técnica de
la vida metropolitana es sencillamente inimaginable sin una integración
puntualísima de toda actividad y relación mutua al interior de un
horario estable e impersonal.
Las conclusiones generales de todo este trabajo de reflexión llegan, de nuevo aquí, al terreno de lo obvio.
En efecto, independientemente de la cercanía que
guarde con la superficie, y desde cualquier punto de ésta, podremos
sondear las profundidades de la psique y en ellas encontrar la conexión
entre los factores externos más banales y las decisiones últimas sobre
estilos y significados de la vida. La puntualidad, la exactitud y el
cálculo se imponen sobre la vida por la dilatada complejidad de la
existencia metropolitana y no únicamente por su conexión íntima con la
economía monetaria y el carácter intelectualizante. Dentro de la óptica
anterior, estos rasgos matizarían los contenidos de la vida y
favorecerían la exclusión de aquellos detalles e impulsos irracionales,
instintivos y voluntariosos que pretenden el modo de vida desde adentro,
en lugar de recibir desde afuera una forma de vida general y
esquematizada con precisión. A pesar de que los tipos voluntariosos de
personalidad -caracterizados por impulsos irracionales- no son por
ningún motivo imposibles en la ciudad resultan ser, sin embargo,
anímicos de una vida típica de la ciudad.
El odio acendrado de hombres como Nietszche y
Ruskin a la metrópoli es comprensible precisamente en estos términos.
Estos pensadores descubrieron en su ser mismo que la vida tenía valor
únicamente en aquella existencia no programada que no puede ser definida
con precisión de la misma manera para todos. Su odio a la economía
monetaria y al intelectualismo de la vida moderna tiene idéntico origen
al que guardaban hacia la metrópoli.
Los mismos factores que se conjugan para otorgarle
exactitud y precisión detalladísimas a la forma de vida metropolitana
son también los que han conjurado logrando una estructura de lo más
impersonal; por otra parte, estos factores han promovido un grado muy
alto de subjetividad personal. Tal vez no existe otro fenómeno síquico
que sea tan incondicionalmente exclusivo a la metrópoli como la actitud:
blasée. Esta actitud resulta, en primer término, de los estímulos a los
nervios tan rápidamente cambiantes y tan encimadamente contrastantes.
De lo anterior también parece surgir el florecimiento de lo intelectual
en la metrópoli. Es por esto que la gente estúpida que no está viva
intelectualmente no es precisamente blasée . Al igual que una vida de
goce descontrolado trae como consecuencia la indiferencia, por excitar
los nervios durante demasiado tiempo provocando sus reacciones más
fuertes hasta que, finalmente, se vuelven incapaces de reacción alguna,
así también las impresiones más inofensivas, debido a la velocidad y
contraposición de sus cambios, obligan a respuestas tan poderosas,
desgarran los nervios de una manera tan brutal que los obligan a
entregar la última reserva de sus fuerzas y, al quedarse en el mismo
ambiente, ya no tienen tiempo para acumular otras nuevas. Esto es
precisamente lo que conforma esa actitud blasée que despliegan todos los
niños metropolitanos cuando se les compara con los niños de medios
ambientes más tranquilos y menos cam
Al origen fisiológico de la actitud blasée
metropolitana se aúna otro factor que surge de la economía monetaria. La
esencia de esta actitud radica en la insensibilidad ante la diferencia
de las cosas. Esto no quiere decir que los contrastes marcados no sean
percibidos, como sucede con quienes tienen abotargados sus sentidos,
sino más bien que el significado y el valor diferencial de los casos -y
por lo tanto los casos mismos- se ignoran al no considerárseles
substanciales. Éstos, en efecto, se le presentan a la persona blasée
bajo un tono gris e indiferenciado. Ningún objeto merece preferencia
sobre otro. Esta disposición es el fiel reflejo de una economía
monetaria completamente internizada. Al ser equivalente de todos los
casos en la misma forma, el dinero se convierte en el nivelador más
atroz; el dinero expresa todas las diferencias cualitativas de los casos
en términos de ¿cuánto cuesta? Con toda su capacidad e indiferencia, el
dinero se convierte en el común desarrollador de todos los valores y
vacía, irreparablemente, el centro de los casos, su individualidad.
Todos ellos se sitúan al mismo nivel y se distinguen entre sí sólo por
el área que cubren. En cada caso individual esta colaboración, o para
ser más exactos, decoloración de las cosas por intermediación del dinero
puede ser irrelevante por pequeña. Sin embargo, a través de las
relaciones de los ricos con los objetivos que se pueden adquirir por
dinero y, tal vez aun por medio de la identificación total que la
mentalidad del público contemporáneo les otorga a estos objetos, la
evaluación exclusivamente pecuniaria de los objetos se ha extendido
considerablemente.
Las grandes ciudades -las sedes más importantes del
intercambio monetario- propician la mercantilización de las cosas de
manera más impresionante y con mayor énfasis que las localidades
pequeñas. Ésta es la razón por la que las ciudades constituyen, también,
el entorno auténtico de la actitud blasée . Dentro de esta actitud la
concentración tan alta de hombres y cosas estimula el sistema nervioso
del individuo hasta a sus máximos grados de excitación. Por medio de la
mera intensificación cualitativa de los mismos factores condicionantes
esta excitación se transforma en su opuesto y desemboca en el hastío tan
peculiar en la actitud blasée .
En este caso los nervios encuentran en el rechazo a
reaccionar ante los estímulos la última posibilidad de acomodo frente a
las formas y contenidos de la vida metropolitana. La autoconservación
de ciertos tipos de personalidad se logra al precio de devaluar todo el
mundo objetivo, y esta devaluación es la misma que finalmente arrastra a
nuestra personalidad individual a sentir en carne propia la misma
desvalorización.
Mientras que el sujeto, en esta forma de
existencia, tiene que arreglárselas para sí mismo, su autoconservación
frente a la gran ciudad demanda de él un comportamiento de naturaleza
social no menos negativo que la actitud blasée . Esta disposición mental
de los metropolitanos entre sí puede ser designada, desde una
perspectiva formal, como reserva. Si uno respondiese positivamente a
todas las innumerables personas con quien se tiene contacto en la ciudad
-como sucede en las pequeñas localidades donde uno conoce a todos
aquellos a quienes se encuentra y en donde se tiene una relación
positiva con casi todo el mundo- uno se vería atomizado internamente y
sujeto a presiones psíquicas inimaginables.
La reserva aparece como necesaria debido
parcialmente a este hecho sicológico y, en parte, al derecho de
desconfiar que tienen los hombres frente a los elementos "pisa y corre"
de la vida metropolitana.
Como resultado de esta reserva a menudo ni siquiera
conocemos de vista a nuestros vecinos por años. Es esta reserva la que
nos hace fríos y descorazonados a los ojos de los habitantes de pequeñas
ciudades. En efecto, si yo no me engaño, el núcleo de esta reserva
externa no es sólo indiferencia sino -y esto en un grado mayor de lo que
uno cree- que contiene una ligera omisión, un rechazo y extrañeza
mutuos que se convertirán en odio y lucha en el momento mismo de un
contacto más cercano, por cualesquiera causas.
Toda la organización interna de una vida
comunicativa tan extensa descansa sobre una jerarquía extremadamente
variada de simpatías, indiferencias y aversiones tanto de naturaleza
efímera como prolongada. La esfera de la indiferencia en esta jerarquía
no es tan grande como pudiera creerse en una primera instancia. Nuestra
actividad psíquica todavía guarda la capacidad de reaccionar
diferencialmente ante cada una de las impresiones que nos pueda causar
una persona. El carácter cambiante, fluido e inconsciente de cada
impresión parecería tener como resultado un estado de indiferencia. Sin
embargo, esta indiferencia sería tan poco natural, como insoportable la
indiscriminada difusión de sugerencias mutuas. La antipatía nos protege,
precisamente, de estos dos peligros típicos de la metrópoli: la
indiferencia y la extrema susceptibilidad a las sugerencias mutuas.
Una antipatía latente y un escenario listo para los
antagonismos prácticos promueven la existencia de esas distancias y
aversiones sin las cuales este modo de vida no podría llevarse a cabo.
El estilo de vida metropolitano comprende inseparablemente en un mismo
todo a su propia extensión, a las combinaciones de sus elementos, al
ritmo de su surgimiento y desaparición, a las formas bajo las cuales se
satisface, así como a los motivos que le imparten unidad en el sentido
más estricto. Es por esta razón que lo que aparece de manera directa en
el estilo metropolitano como una disociación es en realidad sólo una de
sus formas de socialización.
A su vez, esta reserva, con sus matices de aversión
oculta aparece como la forma o disfraz de un fenómeno mental
metropolitano más general, que le concede al individuo un espacio y un
tipo de libertad personal, sin parangón alguno bajo otras condiciones.
La metrópoli se remonta a una de las grandes tendencias de desarrollo de
la vida social como tal; a una de las pocas tendencias para las cuales
se puede descubrir una fórmula que se aproxima a lo universal. La fase
más temprana tanto de las formaciones sociales que consigna la historia,
como de las estructuras sociales contemporáneas, es la siguiente: un
círculo relativamente pequeño que está cerrado firmemente frente y
contra otros círculos vecinos, extraños o, de alguna forma, antagónicos.
Sin embargo, este círculo es ceñidamente coherente y sólo le permite a
cada miembro un estrecho campo para el desarrollo de sus cualidades
individuales y para la realización de movimientos libres cuya
responsabilidad recaiga consigo mismo. Los grupos familiares o
políticos, los partidos y asociaciones religiosas comienzan de esta
manera. La supervivencia de las asociaciones muy jóvenes requieren que
se establezcan fronteras estrictas, y una unidad centrípeta.
Es por esto que no pueden permitir libertad
individual, como tampoco dejan que se desarrolle la personalidad externa
o interna. A partir de este momento el desarrollo social procede,
simultáneamente, en dos direcciones diferentes pero correspondientes. A
medida que el grupo crece su unidad interna se refleja proporcionalmente
y la rigidez original de los deslindes también se suaviza por medio de
conexiones y relaciones mutuas con el exterior. Al mismo tiempo los
individuos avanzan en materia de libertad de movimiento mucho más allá
de la celosa demora inicial. Es así como el individuo logra una
individualidad específica que hace posible y necesaria la división del
trabajo del grupo en crecimiento. El Estado, el cristianismo, los
gremios, los partidos políticos, así como innumerables grupos se han
desarrollado de acuerdo con esta fórmula, a pesar -claro está- de lo
mucho que las condiciones y fuerzas específicas de los respectivos
grupos hayan modificado el esquema general. Me parece que este esquema
es también claramente identificable en la evolución de la individualidad
en la vida urbana. La vida en la pequeña ciudad de la Antigüedad y de
la Edad Media interpuso barreras para prevenir el movimiento y las
relaciones del individuo hacia el exterior, como también levantó vallas
para contener la independencia y la diferenciación individual. La
naturaleza de estas barreras era tal que el hombre actual la
consideraría insoportable.
Aún hoy en día un hombre de la metrópoli se siente
restringido cuando llega a un pueblo chico. Entre más pequeño sea el
círculo que forma nuestro medio, y entre más restrinjan esas relaciones
con elementos extraños al grupo que pudieran, por tanto, contribuir a la
disolución de las fronteras del mismo, mayor será la ansiedad con que
el grupo vigilará los logros, la conducta y las opiniones del individuo;
así como también serán mayores las probabilidades de que una
especialización cuantitativa y cualitativa rompa toda la estructura del
pequeño círculo.
A este respecto la antigua polis parece haber
tenido el mismo carácter que una pequeña ciudad. Con una existencia
constantemente amenazada por enemigos cercanos y lejanos, la ciudad
antigua desarrolla una estricta coherencia en lo político, impulsa la
supervisión de un ciudadano por otro, apoya un gran celo del todo contra
el individuo; el cual veía suprimida su vida particular a tal grado que
sólo podía compensarlo actuando como tirano en su propia casa. Es por
esto que la enorme emoción, la agitación y el colorido único de la vida
ateniense pueden tal vez ser entendidos en términos de una situación en
la que un pueblo de personalidades descomunalmente indivualistas lucha
contra la constante presión interna y externa de una pequeña ciudad
desindividualizante. Esto produjo una atmósfera tensa en la que los
individuos más débiles eran suprimidos, mientras que aquellos con
temperamentos más fuertes se veían incitados a probarse de la manera más
apasionada. En esto radicaría la explicación de por qué precisamente en
Atenas floreció lo que debería de ser llamado -sin que por esto
constituya una definición exacta- el carácter humano general en el
desarrollo intelectual de nuestra especie. Decimos lo anterior porque
consideramos que tiene validez empírica e histórica la conexión
siguiente: las formas y contenidos de vida más generales y extendidas
son las que están más íntimamente ligadas con las formas y contenidos
generales como las individuales, comparten enemigo en las formaciones y
agrupaciones estrechas, cuyo mantenimiento las coloca en una actitud
defensiva frente a la expansión y generalidad existentes fuera de ellas,
como también frente a la libre individualidad en su interior.
De la misma manera que en los tiempos feudales el
hombre libre era el que se encontraba bajo la jurisdicción legal general
a un país; esto es, bajo la ley de una órbita social más amplia,
mientras que el siervo era aquel cuyos derechos se derivaban del
estrecho círculo de la asociación feudal y era excluido de la órbita más
amplia. Así también el hombre metropolitano es "libre" en un sentido
espiritualizado y refinado, en contraste con la mezquindad y los
prejuicios que atan al hombre del pueblo chico.
La indiferencia y reserva recíprocas y las
condiciones de vida intelectual de círculos muy grandes nunca se dejan
sentir con mayor fuerza en el individuo -en tanto que impacto a su
independencia- que cuando se encuentra en lo más espeso de una multitud
metropolitana. Esto se debe a que la proximidad corporal y la estrechez
del espacio hacen más visible la distancia mental.
Es obvio que el anverso de esta libertad sea bajo
ciertas condiciones, el hecho de que en ningún lugar se llega a sentir
tanto la soledad y la desubicación como entre la multitud metropolitana.
Ya que aquí como en otras situaciones no resulta necesario que la
libertad del hombre se vea reflejada en su vida emocional o en su
confort.
No sólo el tamaño inmediato de un área y el número
de personas que debido a la correlación histórica universal entre
aumento de la extensión del círculo y libertad personal interna y
externa han hecho de la metrópoli el ámbito de la libertad. Más bien, la
ciudad le llega a convertir en la sede del cosmopolitanismo cuando
llega a trascender esta expansión visible. El horizonte de la ciudad se
expande de manera comparable a la forma en que crece la riqueza; una
cierta proporción de la propiedad aumenta de manera casi automática en
una progresión cada vez mayor. Tan pronto como se rebasa un cierto
límite en el crecimiento de las relaciones económicas, personales e
intelectuales de la ciudadanía, la esfera de predominio intelectual de
la ciudad sobre su área de influencia aumenta en progresión geométrica.
Cada avance en extensión dinámica se convierte en un paso más para el
logro de una extensión nueva, desigual y mayor: de cada hilo conductor
que surge de la ciudad brotan nuevos hilos como si lo pudieran hacer por
sí mismos; así como en la ciudad el incremento no ganado en la renta
del suelo -mismo que se logra por el aumento en las comunicaciones- le
trae al dueño un aumento automático de ganancias. En este momento, el
aspecto cuantitativo de la vida se transforma en rasgos de carácter
cualitativos.
La esfera de la vida de una pequeña ciudad es, en
lo fundamental, autárquica. Está en la naturaleza misma de la metrópoli
el que su vida interna bañe con sus olas los lugares más apartados de la
arena nacional o internacional.
En los casos en que una pequeña ciudad alcanza la
prominencia a través de personalidades individuales, dicha importancia
tendrá la misma duración que esas personalidades. Por su parte, la
metrópoli se caracteriza por su independencia esencial aun de las
personalidades más eminentes. La gran personalidad es la contrapartida
de dicha independencia, y es el precio que el individuo ha de pagar por
la independencia de que goza en la metrópoli.
La característica más significativa de la metrópoli
es la extensión de sus funciones más allá de sus fronteras físicas. La
eficiencia de sus funciones reacciona, le otorga peso, importancia y
responsabilidad a la vida metropolitana. Así como el hombre no termina
con los límites de su cuerpo o del área que comprende su actividad
inmediata; sino más bien, es el propio rango de la persona, que se
constituye por la suma de efectos que emanan de él en el tiempo y en el
espacio. De la misma manera una ciudad consiste en la totalidad de
efectos que se extienden más allá de sus confines inmediatos; sólo que
dentro de ellos es donde se expresa su existencia. Este hecho hace
evidente que la libertad individual, que es el complemento histórico y
lógico de tal extensión no pueda ser entendida sólo en el sentido
negativo de una mera libertad de movimiento y la eliminación de
prejuicios y de un fariseísmo mezquino. El punto esencial es que el
particularismo y la incomparabilidad, que posee cada uno de los
individuos, pueda expresarse de alguna manera en la trama de un estilo
de vida. Que nosotros seguimos las leyes de nuestra propia naturaleza -y
esto es, después de todo, la libertad- llega a ser obvio y convincente
para nosotros y los demás sólo si las expresiones de esta naturaleza son
diferentes de las expresiones de otros.
Las ciudades son ante todo, sedes de la más alta
división económica del trabajo. Ellas producen, por tanto, fenómenos
extremos tales como, en París, el de la ocupación remuneraria de los
habitantes de un barrio (el decimocuarto). Estas personas se identifican
con anuncios en sus residencias y están listas a la hora de la cena con
atuendo formal, de manera que puedan ser llamadas rápidamente si el
número de personas en una cena fuese 13. En la medida de su expansión,
la ciudad ofrecerá más y más condiciones decisivas para la división del
trabajo. Ofrecerá un círculo que por su tamaño puede absorber una gran
variedad de servicios. Al mismo tiempo, la concentración de individuos y
su lucha por clientes obligan a la persona a especializarse en una
función de la que no puede ser fácilmente desalojada por otra. Resulta
crucial el que la vida urbana haya transformado la lucha con la
naturaleza por la supervivencia en una lucha entre seres humanos por la
ganancia, la cual no es cedida por la naturaleza sino por otros nombres.
Pero la especialización no surge sólo de la
competencia por la ganancia sino también del hecho subyacente de que el
vendedor debe buscar siempre la manera de encontrar necesidades nuevas y
diferenciadas para atraer al cliente.
A fin de encontrar una fuente de ingresos que
todavía no esté agotada y una función que no pueda ser cambiada, es
necesario especializarse en los servicios que uno otorga. Este proceso
promueve la diferenciación, el refinamiento y el enriquecimiento de las
necesidades del público, las que obviamente llevan a diferencias
personales crecientes entre este público.
Todo esto conforma la transición a la
individualización de los rasgos psíquicos y mentales que la ciudad
ocasiona en proporción a su tamaño. Hay toda una serie de causas obvias
que fundamentan este proceso. En primer lugar, uno debe enfrentarse a la
dificultad de reafirmar la personalidad propia dentro de las
dimensiones de la vida metropolitana. En donde el aumento cuantitativo
en importancia y el gasto de energía alcanzan sus límites, uno aprovecha
la diferenciación cualitativa a fin de atraer de alguna manera la
atención del círculo social manipulando su sensibilidad para con las
diferencias.
Finalmente, el hombre se ve tentado a adoptar las
peculiaridades más tendenciosas; esto es, las extravagancias
específicamente metropolitanas de manierismos, caprichos y preciosismos.
Ahora bien, el significado de estas extravagancias no radica en lo
absoluto en los contenidos de tal comportamiento, sino más bien en su
forma de ser diferente, de resaltar de manera espectacular y por ende,
de atraer la atención. Para muchos tipos de personalidad, la única
manera de salvaguardar para sí mismos un mínimo de amor propio, así como
el sentimiento de llenar una posición importante, es indirectamente a
través de la conciencia de otros. En el mismo sentido opera un factor
aparentemente insignificante, cuyos efectos acumulativos son, sin
embargo, visibles. Me refiero a la escasez y brevedad de los contactos
interpersonales en la metrópoli en comparación con las relaciones
sociales que se tienen en las ciudades pequeñas. La tentación de
aparecer concentrado y altamente caracterizado, es mucho más asequible
al individuo en situaciones de contacto metropolitano que a uno en una
atmósfera en donde la asociación prolongada y frecuente garantiza la
personalidad, con una imagen de sí mismo frente a otros sin
ambigüedades.
La razón más profunda por la que una metrópoli
llega a promover el impulso hacia la más individual de las existencias
personales parece ser -sin importar si éstas son exitosas o están
justificadas- la siguiente: el desarrollo de la cultura moderna se
caracteriza por la preponderancia de lo que podríamos denominar el
"espíritu objetivo" sobre el "espíritu subjetivo". Esto es, se incorpora
una suma de espíritu en los distintos niveles: en el lenguaje, el
derecho, la tecnología de la producción, el arte, la ciencia y en los
objetos mismos del ámbito doméstico. En su desarrollo intelectual el
individuo sigue el crecimiento de este espíritu de manera muy imperfecta
y a una distancia cada vez mayor.
Vemos retrospectivamente la inmensa cultura que
durante los últimos cien años ha estado incorporada en las cosas, en el
conocimiento, en las instituciones, en los conforts, y si comparamos
todo esto con el progreso cultural del individuo durante el mismo
periodo -por lo menos entre los estratos más altos- se evidenciará una
desproporción pavorosa. En efecto, en algunos puntos se notan retrocesos
en la cultura del individuo en cuanto a espiritualidad, delicadeza e
idealismo. Esta discrepancia resulta, esencialmente, de la creciente
división del trabajo; ya que la división del trabajo demanda del
individuo logros crecientemente parciales. La grandísima ventaja del
trabajo especializado muy frecuentemente significa un estrangulamiento
de la personalidad individual. En todo caso, el individuo tiene una
capacidad cada vez menor de enfrentarse con el supercrecimiento de la
cultura objetiva; se ve reducido a una cantidad insignificante, tal vez
menor en su propia conciencia que en su práctica social y que en la
totalidad de esos oscuros estados emocionales que se deriva de dicha
práctica.
El individuo se ha convertido en un simple
engranaje de una enorme organización de poderes y cosas que le arrebata
de las manos todo progreso, espiritualidad y valor para transformarlos a
partir de su forma subjetiva en una forma de vida puramente objetiva.
Sólo es necesario apuntar que la metrópoli es la arena genuina de esta
cultura que trasciende toda vida personal. Aquí, en los edificios y en
las instituciones educativas, en las maravillas y el confort de la
tecnología conquistadora del espacio, en las formaciones de la vida
comunitaria y en las instituciones visibles del Estado, se ofrece una
solidez tan avasalladora del espíritu cristalizado y despersonalizado
que la personalidad, por así decirlo, no puede mantenerse a sí misma
bajo este impacto. Por una parte, la vida se hace infinitamente más
fácil para la personalidad en tanto que por todas partes se le ofrecen
estímulos e intereses, usos del tiempo y de la conciencia, mismos que
transportan a la persona con la facilidad con que lo haría la corriente
de un río.
Por otra parte, sin embargo, la vida se va
conformando más y más de esos contenidos y ofrecimientos impersonales
que tienden a desplazar las genuinas sutilezas y los rasgos
incomparables de la persona. Esto tiene como resultado que el individuo
conserve al máximo la singularidad y particularidad a fin de preservar
su núcleo más personal. Tiene que exagerar este elemento personal para
poder continuar escuchándose a sí mismo. La atrofia de la cultura
individual a través de la hipertrofia de la cultura objetiva es una
razón que explica el odio amargo que los predicadores del más extremo de
los individualismos, sobre todo Nietzsche, guardan para la metrópoli.
Pero ésta es también, efectivamente, una razón por la que esos
predicadores son amados con tanta pasión en la metrópoli y por la que
aparecen al hombre metropolitano como profetas y salvadores de sus
deseos más insatisfechos.
Si uno se pregunta por la posición histórica de
estas dos formas de individualismo que son alimentados por la relación
cuantitativa de la metrópoli, a saber, la independencia individual y la
elaboración de la individualidad misma, entonces la metrópoli asume un
rango enteramente nuevo en la historia mundial del espíritu. El siglo
XVIII encontró al individuo sujeto a lazos opresivos que ya no tenían
ningún significado -lazos de carácter político, agrario, gremial y
religioso. Éstos eran limitantes que, por así decirlo, imponían al
hombre una forma antinatural y desigualdades injustas y anacrónicas. Fue
en esta situación en donde surgió el grito de libertad e igualdad, la
creencia en la libertad absoluta de movimiento para el individuo en
todas las relaciones sociales e intelectuales. La libertad permitiría,
en un abrir y cerrar de ojos, que emergiera la noble substancia común a
todos, una substancia que la naturaleza había depositado en cada hombre,
y que la sociedad y la historia habían deformado. Además de este ideal
del liberalismo del siglo XVIII, en el siglo XIX, a través de Goethe y
el Romanticismo, así como la división económica del trabajo, surge otro
ideal: los individuos liberados de sus ataduras históricas desearon
ahora distinguirse los unos de los otros. El vehículo de los valores del
hombre ya no es "el ser humano en general" de cada individuo, sino la
singularidad cualitativa e irremplazable del hombre.
La historia interna y externa de nuestro tiempo
toma su curso dentro de esta lucha y en los enredos fluctuantes de estas
dos maneras de definir el rol del individuo en la sociedad en su
conjunto. Es función de la metrópoli el proveer la arena para esta lucha
y su reconciliación, pues la metrópoli presenta las condiciones
peculiares que aparecen como oportunidades y estímulos para el
desarrollo de ambas formas de atribuir roles a los hombres. A partir de
aquí, estas condiciones logran un lugar único, y se revisten de un
potencial de significados inestimables para el desarrollo de la
existencia psíquica.
La metrópoli se revela a sí misma como una de esas
grandes formaciones históricas en las que tendencias opuestas que
encierran a la vida se despliegan y se unen con derechos y fuerzas
iguales. Sin embargo, en este proceso las corrientes de la vida
trascienden de manera total la espera para la que resulta apropiado
emitir un juicio.
Dado que tales fuerzas de la vida se han integrado
tanto a las raíces como a la coronación de la totalidad de la vida
histórica a la que nosotros -con nuestra existencia pasajera-
pertenecemos como una parte, como una célula, no es nuestra tarea la de
acusar o perdonar, sino sólo la de entender.
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